Señor presidente: lleve usted en su programa electoral el compromiso de lograr el consenso indispensable, con el resto de los partidos políticos que resulten elegidos, de elaborar una Ley Electoral que evite el triste espectáculo que estamos ofreciendo a la ciudadanía. Hágalo por el bien de la democracia y por poner fin al deterioro que con razón está sufriendo la clase política.
Qué lamentable espectáculo está dando una parte de la clase política de este país a propósito del fallido acto de investidura como presidente del Gobierno de don Pedro Sánchez Pérez-Castejón y de la convocatoria de nuevas elecciones generales. Y no lo digo solo yo cosa que, al fin y al cabo, no sería más que una manifestación personal. Lo dice todo el mundo. No he visto mayor consenso que el que ahora han logrado los voceros de la opinión pública y publicada para decir que tenemos unos líderes políticos ―no todos, es verdad― absolutamente impresentables.
Alguna vez he confesado que además de ser un lector empedernido de los periódicos online, porque los tengo todos al alcance del teléfono móvil o del ordenador, me paso horas del día en el metro, en las salas de espera de las estaciones o de los aeropuertos, y hasta en la cama ante el enfado de Paloma, mi mujer, que me dice que baje el volumen de la radio que escucho con verdadera devoción antes de dormirme.
Y lo oigo todo, o casi todo, gracias a ese maravilloso invento de la tecnología auditiva que se llama el podcast que me permite oír en cualquier momento lo que alguien ha dicho a cualquier hora del día. No conozco a nadie, les ruego que me crean, que no manifieste su enfado por el inesperado giro que ha dado la situación tras la oferta que el presidente de Ciudadanos ha hecho al presidente en funciones del Gobierno para facilitar su investidura. Y no por las condiciones que el señor Rivera pretende imponer, las cuales pueden ser acertadas, discutibles o rechazadas, sino por múltiples motivos ―unos razonables y otros vergonzosos― que en el mundo de la política pueden ser infinitos.
Parece que tengamos aversión a las elecciones.
Es curioso que tantísima gente se queje porque el 10 de noviembre tengamos que ir a votar otra vez después de haber batido el récord de acudir a las urnas más veces que nunca en menos tiempo. No lo entiendo. ¿Supone tanto sacrificio salir de casa, coger una papeleta y depositarla en el colegio electoral que tenemos cerca de nuestro domicilio? ¿Acaso vivíamos mejor durante la dictadura en que no había que votar nunca?
No valen las razones que dan algunos justificando su enfado con los líderes políticos porque por culpa de no ponerse de acuerdo para formar un nuevo gobierno, resulta que tenemos que votar de nuevo el 10 de noviembre. ¡Insensatos! ¿De qué se quejan? Votar es el acto supremo, el de más valor en la vida política de una comunidad porque pone en manos de los ciudadanos la facultad de elegir a quienes nos han de gobernar en los próximos años. Todos tenemos motivos para protestar y enfadarnos por infinidad de cosas que hacen mal nuestros representantes, gobiernen o no el país. Y hacemos muy bien con manifestar nuestra indignación, si es preciso, con actos de contundente firmeza. Pero dejar de votar, de ninguna de las maneras.
Que voten solo los ricos y los hombres cultos.
Así eran las votaciones hasta hace bien poco. En las listas electorales de que disponían los miembros de las mesas solo estaban los nombres de las personas en los que figurara el calificativo de “Apto”, condición que obtenían los hombres que pudieran demostrar que tenían buenos ingresos económicos, un alto nivel educativo o propiedades urbanas o agrícolas. Evidentemente no podían votar ni las mujeres, ni los obreros manuales, ni las minorías étnicas, ni quienes ocupaban los escalones inferiores en el reconocimiento de los derechos humanos.
A este régimen electoral se le llamó “sufragio censitario” que fue derogado en Cádiz en 1868 cuando se estableció, en la convocatoria de elecciones a Cortes, que podrían participar todos los españoles varones mayores de 25 años independientemente de su riqueza o de su formación cultural. (A pesar de este gran paso, las mujeres seguían sin poder votar y no lo lograron hasta las elecciones generales celebradas el 19 de noviembre de 1933).
Votar es una conquista que ha costado mucho sufrimiento y hasta vidas humanas
Tal vez nuestros jóvenes de hoy, y algunos adultos, crean que votar, por ser el acto externo más palpable de cualquier régimen democrático, es algo que ha existido siempre. Y no es así. Los hombres ―digo “los hombres” y no las mujeres― pudieron votar por primera vez en la segunda mitad del siglo XIX. Tuvo que ser con la Revolución Gloriosa de 1868 que puso fin al reinado de Isabel II. Y una vez más fue en la muy noble y valerosa ciudad de Cádiz, cuando el 19 de septiembre de 1868 el almirante de la Armada, Juan Bautista Topete se levantó en armas negando obediencia al Gobierno de Madrid. En el Manifiesto que se hizo público en la “Tacita de Plata” figuró el compromiso de que a partir de ese momento todos los españoles tendrían derecho a votar. “Queremos que un gobierno provisional, que represente a todas las fuerzas vivas del país, asegure el orden, en tanto que el sufragio universal echa los cimientos de nuestra regeneración social y política. ¡Viva España con honra! Cádiz, 19 de septiembre de 1868”.
Y a partir de entonces ¿qué es lo que pasó?
Pues que la alegría duró tan solo unos pocos años, porque los poderosos de entonces no aceptaron que todos los hombres ―de las mujeres nadie hablaba― fueran depositarios de iguales derechos y deberes. Fue bajo el mandato del político malagueño, conservador, Antonio Cánovas del Castillo, cuando se redactó una nueva Constitución en 1876 en la que no se hacía mención a los derechos electorales.
Parece que en esta materia estuvieron de acuerdo los dos grandes líderes de esta decisiva época en la historia de nuestro país: Antonio Cánovas, conservador, y Práxedes Mateo Sagasta, liberal. Con la Ley Electoral de 1878 se introdujo de nuevo el sufragio censitario masculino donde el caciquismo antropológico hizo que buena parte de la ciudadanía rural aceptara que fuera el cacique quien votara por ellos garantizando a los campesinos una mayor protección. La ley electoral de 1878 establecía que los varones debían pagar una cuota mínima al Tesoro Público de 25 pesetas anuales por contribución territorial, o de 50 pesetas de subsidio industrial durante dos años al menos”. Una fortuna.
Decir: “pues yo no votaré” parece que es una decisión cobarde.
Sí, porque es lo más fácil, lo menos comprometido y un agravio incalificable a quienes tanto han luchado y han dado la vida por lograr que todas y todos pudiésemos ejercer ese derecho fundamental de los pueblos libres. En las dictaduras no se vota.
Pero esta situación tiene remedio.
Lo tiene porque lo que nos pasa a nosotros, los españoles, no lo padecen los países de mayor solera y tradición democrática de nuestro entorno. Por no ir más lejos me refiero a Francia, Alemania, Reino Unido e Italia. En todos ellos se producen tensiones y la discusión política se encona cuando no se producen los acuerdos necesarios para formar Gobierno tras unas elecciones cuyos resultados no arrojan los votos necesarios para que el liderazgo lo ostente un solo partido. Es entonces cuando se manifiesta la solidez y la eficacia de los distintos sistemas electorales que rigen en cada país. Nada impide que en Alemania se puedan formar gobiernos de coalición entre partidos de ideología tan opuesta como puede ser la de los social cristianos de la CDU y los socialdemócratas del SPD. Pero sus líderes no están echándose improperios mutuamente a la primera de cambio.
De la misma forma que los responsables del mal llamado “trifachito” se miran mutuamente con desconfianza evitando que los vean juntos por lo que pueda pasar. Pues bien, esta situación tan desagradable como corrosiva se evitaría con la implantación de una nueva Ley Electoral que sustituyera a la actual Ley Orgánica del Régimen Electoral General 5/1985 de 19 de junio.
De cómo debería ser la nueva Ley Electoral me ocuparé otro día. Hoy permítanme decir que hace un par de semanas coincidí personalmente con el Presidente del Gobierno a quien le dije, ante testigos, lo siguiente:
―Señor presidente: lleve usted en su programa electoral el compromiso de lograr el consenso indispensable, con el resto de los partidos políticos que resulten elegidos, de elaborar una Ley Electoral que evite el triste espectáculo que estamos ofreciendo a la ciudadanía. Hágalo por el bien de la democracia y por poner fin al deterioro que con razón está sufriendo la clase política.